Son cuarenta mis ladrones para robar tu sonrisa y más de mil razones chica, de tu cuerpo que me hechizan.

-Ey, chaval ¿Tienes hora?
-Eh sí… -balbuceó el chico mientras fisgoneaba con la mirada a la chica. No era guapa, era muy guapa y tenía esa seguridad en sí misma al hablar, pintada en los labios. Un reloj plateado colgaba de su fina muñeca.
-¿Me la vas a decir o no? –dijo con desesperación, como si tuviese mucha prisa para aguantar dudas y dirigió su mirada al punto que en el que él mantenía la suya -¿Qué? Ah, no, tengo mal la hora desde hace siglos ¡Qué despistada soy que siempre se me olvida cambiarla! –añadió con un tono irónico y sonrió de esa manera que te hace temblar.
-Apuesto a que la tienes parada en la hora de tu primer beso, niña –dijo una voz tosca, con una sonrisa fría y un cigarro en los labios. Estaba apoyado en una farola con su cazadora de cuero y ese rollo macarra sin aparentar.

Ella dio carcajada y robó la colilla con rapidez de su boca. Cerró sus ojos azules, absorbiendo lentamente el humo y contestó triunfadora.

-No, la tengo así para poder preguntarle la hora a cualquier tío que me interese, por eso no te la he pedido a ti, guapito. Así que piérdete. –Tiró el cigarro al suelo, y pisándolo y girando sobre sus tacones, dio la vuelta.

Era divertido ver a esa chica a la defensiva y también fingir que no se conocían. En verdad, él tenía razón respecto a su reloj porque tenía grabado esa hora, y el beso, en su cabeza. Pero ella era demasiado orgullosa para aceptar que le volvía loca.